domingo, 18 de septiembre de 2011

Ansiada democracia


(Por Juliana Palleros) - “Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actividades individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones”.

Desde que escuchó el anuncio aquel miércoles 24 de marzo de 1976, en cadena nacional mediante la voz del locutor Juan Vicente Mentesana, el nerviosismo invadió totalmente su cuerpo. Sabía que no había hecho algo que le hiciera sentir ese miedo, pero temía que los recuerdos de su adolescencia y algunas charlas le trajeran varios problemas. De joven lo apasionaba la política, tenía más libros de los que alguien podría imaginarse y coleccionaba recortes. Que alguien encontrara esas viejas cajas, realmente lo ponía en estado de nerviosismo puro.
Todos los viernes, su mejor amigo lo visitaba por las noches y luego de cenar, debatían de política, para no perder aquellas costumbres. Revisaban los libros y revivían los periódicos.

Desde la hendija sólo veía las piernas de las personas que pasaban por allí. La imagen era siempre la misma, sólo pies que iban y venían. Llevaba tiempo ocultándose. Nadie lo había amenazado ni perseguido, nadie sospechaba algo raro, pero él sentía que debía permanecer ahí.
El lugar era oscuro, estaba lleno de telarañas sobre los tirantes de madera de pino y abundaba el olor a humedad. Había papeles desparramados por todos lados. En uno de los laterales había un cuadro grande, donde dos perros corrían por altos pastizales de trigo. Del lado opuesto, y debajo de la hendija que hacía de ventana, se encontraba un catre con un colchón delgado y una manta color cielo. Desde allí saltaba cada noche, cuando oía ruidos y autos a altas velocidades. El corazón le latía cada vez más fuerte y transpiraba como si terminara de jugar un partido de fútbol.
La radio lo acompañaba cada instante, su esposa lo había abandonado hacía ya 13 años. Pasaba el hambre con vainillas que tenía apiladas en latas, y café que calentaba en una estufa a gas. Escuchaba atentamente cada vez que el aparato emitía un comunicado oficial, se quedaba recostado unos instantes, pensaba con la mirada perdida y luego corría a la ventaba para ver cómo la gente pasaba apuraba y nerviosa.

Había planeado salir del país, pero su amor por el mismo pudo más que el miedo, y fue en ese momento cuando decidió refugiarse en su propio sótano. Trasladó todos sus libros y sólo algunos materiales esenciales para subsistir. Trabajó duro para que el lugar parezca abandonado y construyó un pasaje oculto, justo detrás del cuadro.
Su mejor amigo decidió exiliarse en España, insistió varios días para que fuese con él, no quería dejarlo sólo, sentía que lo abandonaba y no confiaba demasiado en su idea, pero no pudo con su firmeza y debió partir.

Era de estatura mediana, tenía el pelo revuelto y los ojos chicos y color miel. La barba le había crecido tanto que ya no recordaba su rostro sin ella. Era delgado y de pies grandes. Había desarrollado tanto su oído que podía escuchar perfectamente lo que sucedía allá afuera.

Le hubiese encantado poder ir a alentar a la Selección, quizás nunca tendría otra oportunidad de ver un Mundial tan cerca, aquel que había pedido organizar el gobierno de Perón, y que finalmente quedó en manos de los militares. Pero tuvo que conformarse con la radio, su fiel amiga. Vivió cada partido sintiendo los colores celeste y blanco como nunca, y una fuerte emoción tomaba su cuerpo en cada triunfo argentino. Él, como tantos otros, no sabía lo que había detrás del fútbol, o tal vez sí, y por ello se ocultaba. Envidiaba sanamente a aquellos que salían a las calles a festejar llenando las calles de colores y alegría.

Las lágrimas continuaron, alternaban entre las de alegría y las de tristeza.
El régimen militar seguía agrandando no sólo el miedo, la violencia y las muertes, sino también, endeudamiento externo, la pobreza y la caída del país. En medio de esta crisis, en 1982, se desató la Guerra de Malvinas. El poder ya no era el mismo y se creyó revalorizarlo obteniendo la soberanía de las islas.
Él, como aquellos que no tenían alcance a la información verdadera, creyó en que todo estaba bien. Los militares habían buscado respaldo en algunos medios. A través de estos, hacía eco la tapa de una revista importante del país, donde se podía ver una foto de soldados armados sobre la tierra y el título que señalaba la frase “estamos ganando”. Las lágrimas fueron de alegría, aunque desde un principio no coincidía con la idea. Pero no era eso lo que realmente estaba pasando.
Tras varios intentos diplomáticos, las fuerzas inglesas arribaron al Sur y comenzaron a desplomar a los soldados argentinos, lo que determinó el rendimiento. Las lágrimas volvieron a ser de tristeza.
La junta militar había enviado a jóvenes inexpertos, sin instrucciones y la mayoría del interior del país. Alrededor de trescientos de ellos murieron, y más la derrota, las miradas cayeron sobre el régimen y lo debilitó políticamente.
La censura a la prensa comenzó a disminuir, y los militares se acusaban unos a otros como si fuesen niños de jardín, mientras las movilizaciones políticas comenzaban a aumentar. Ya a fines de 1982 se abrió el proceso de transición a la democracia. Las lágrimas cesaron y el síntoma fue de alerta ante lo que podía suceder.

Al año siguiente se realizaron las elecciones y Raúl Alfonsín se adjudicó el 51.7% de los votos contra el 40,1% de Italo Argentino Luder.

Todas las noches antes de dormir, imaginaba su vida allá afuera. Le fascinaba verse aunque sea en sus pensamientos, caminando entre la gente por las avenidas, sentarse en la puerta de su casa, o andando en bicicleta, aquella color verde que le había regalado su padre antes de morir. Ese hombre que le había inculcado el interés por la literatura política, el que le obsequiaba a él y a su amigo, todo aquel periódico que encontrara. Sentía la necesidad de sentirse libre, el encierro lo volvía paranoico y ya no aguantaba la soledad, y sin saberlo, ese día había llegado.

El 10 de diciembre de 1983, desde el Congreso de la Nación, la radio volvió a transmitir en cadena nacional: “Venimos a exponer a vuestra honorabilidad cuáles son los principales objetivos del gobierno en los diversos terrenos en que debe actuar: la política nacional e internacional, la defensa, la economía, las relaciones laborales, la educación, la salud pública, la justicia, las obras de infraestructura, los servicios públicos y todas las otras cuestiones que reclaman la atención del pueblo, de los gobernantes y de los legisladores. Pero queremos decir, también, que entre todas las áreas habrá un enlace profundo y fundamental: que una savia común alimentará la vida de cada uno de los actos del gobierno democrático que hoy se inicia: la rectitud de los procedimientos. Hay muchos problemas que no podrán solucionarse de inmediato, pero hoy ha terminado la inmoralidad pública. Vamos a hacer un gobierno decente”, así comenzaba su discurso el Presidente Raúl Alfonsín, aquel que le devolvió al país la libertad y la democracia.

Mientras escuchaba, las lágrimas caían por su rostro, pero esta vez eran las de emoción. Sentía un gran cosquilleo en su cuerpo, le temblaban las piernas y lo invadía la inquietud. Quería salir corriendo, lo dudó por unos instantes, ya no se recordaba a él mismo allá afuera. Pero cuando escuchó los aplausos al finalizar la palabra del nuevo Presidente, sintió un envión incontrolable y corrió a sacar aquel cuadro de perros que lo había acompañado al igual que la radio, durante casi ocho años, para ir a la calle.
Cuando puso el primer pie en la vereda, no fue una lágrima la que cayó, sino miles. Lo primero que hizo al salir fue mirar el cielo y agradecer de continuar allí. Había perdido muchas cosas, se había perdido muchas cosas, pero su esfuerzo había valido la pena. Necesitaba gritar, desahogarse, volver a sentirse aquel hombre libre de años atrás.
Pero no estaba solo, alguien lo esperaba con una bandera de Argentina en sus hombros y con una gran sonrisa de encontrarlo nuevamente, y ese, era su amigo, aquel que nunca lo hubiera querido dejar y con el que se fundió en un interminable abrazo.

Inmediatamente después de asumir, el Presidente concretó algunos de los temas que había anunciado en su campaña. Dictó los decretos 167 que establecía pena para grupos armados, y el 158 que ordenaba juicio a los ex comandantes de las Juntas Militares por homicidios, torturas, secuestros y detenciones ilegales.

Realizado en julio de 2011.

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